sábado, 8 de octubre de 2011

Adiós

La vida es una filigrana frágil y delicada cuyo balance está tristemente desestimado. Como un barco, lleva un rumbo, un origen y un destino, pero ante una tormenta, es fácil olvidar quién se es, a dónde se iba, y quedar a la deriva sin más ayuda que el propio cuerpo. El cuerpo contra la mar. Con suerte se llegará a alguna orilla, pero volver a casa, es otra historia…

Con el tiempo, se olvida el mar, el cielo, las gaviotas y pronto se vuelven tú y la soledad. A veces creí contemplar la belleza y poseer el don de la videncia; el linaje y la sangre de los poetas; creí tener una juventud espléndida y hermosa digna de escribirse en hojas de oro. Entonces, bendije la tristeza, el tedio y la melancolía. Me creí ángel, profeta, y canté a los falsos dioses de la vida, que son el odio, el caos y la destrucción. Me libré de la ceguera que supone la exaltación por la alegría, la dicha y el amor. Abandoné a la mitad de este maldito camino cualquier esperanza, cualquier recuerdo que me pudiera ayudar a volver. Aún entonces soñaba con Arcadia, pero desprecié mis sueños como si hubieran sido el producto de la vida que alguna vez viví, y de la que tanto quería huir. Deseé la miseria y con cada llaga de mis manos temblorosas, sentí mi alma elevarse hasta un éxtasis desconocido donde la música tenía color y forma, y las palabras se convertían a mi placer en hojas de árbol, el agua de un río, o el canto de un ave. A ellos les entregué mi tesoro, mi espíritu, y por instantes me supe libre; faltaba sólo un paso, dejaría de existir y ya: todo listo, tan perfecto como el antiguo sueño, sin carne que estorbara el deseo, el pensamiento, o la inspiración poética. Ya tenía asegurada la vida eterna en el firmamento infinito.

Pero todo era una trampa. A punto de cruzar la Estigia, tuve sed y pedí agua, pero me fue dado vino. Me embriagaron, me hicieron danzar con mil demonios toda la noche hasta que inundado de frenesí, perdí la conciencia del tiempo, del espacio y de mi. Desperté sin mis ropas, avergonzado cerca de un campo de narcisos. No me atreví a mirar tan hermosas flores. No soportaba sobre ellas el resplandor del sol, ni el verde de las colinas y de los valles que más allá se alcanzaban a ver. Cada paso, cada respirar resultaba doloroso. Cada pequeño movimiento no era sino una estúpida pantomima de lo que alguna vez quise ser y no pude, de aquel que se había ido para siempre. Caminando llegué a una pequeña aldea donde había un enorme banquete. Todos comían bailaban y reían con un indescriptible frenesí. Al principio nadie parecía notar mi presencia y recordé con tristeza los ágapes a los que en mi propio hogar asistía.  Pero en ese momento se plantó frente a mí una hermosa mujer de ojos grises y vítreos como el ónix, y el rostro del color de la luna. Me tomó del brazo y me convidó a los manjares que allí había. La noche caía, pero la música alegre, y la comida fragante me hicieron olvidar el camino que jamás había emprendido, pero que tenía planeado encontrar antes del anochecer. De nuevo bebí y probé de la dulce carne de aquella mujer. Probé el éxtasis entre sus labios y recostado en su vientre dormí hasta el amanecer. Cuando desperté, con las primeras luces del día, miré con vergüenza y horror el inmundo lecho en donde había yacido y salí corriendo. Aún se olían los restos de la fiesta de la noche anterior, pero ahora sólo sentía asco y náuseas ante todo aquello que hacía poco me había parecido hermoso y apetitoso. Corrí sin detenerme hasta llegar no sé cómo hasta un desolado páramo en donde hallé entre las raíces nudosas de un sauce marchito lo que a primera vista parecía una madriguera. Había espacio suficiente para que un hombre encorvado pasara con cierta holgura, así que entré sin pensarlo. La oscuridad era total, y sin embargo seguía avanzando a tientas entre la total e impenetrable penumbra. Los pasadizos se volvían cada vez más estrechos y torcidos, y tras varias horas de caminar sin parar, me topé con un camino sin salida. Me dolía la espalda de andar a gachas, así que me senté a descansar apoyando mi cabeza en la piedra fría y húmeda. Caí profundamente dormido por días, semanas, no lo sé. De pronto, tras lo que pareció una eternidad, desperté sobresaltado en la misma oscuridad que ////// Eso es todo. La farsa ha terminado. Que bajen el telón, aquí acaba la vida de un hombre cualquiera.