Ahí estuve. Tuve la cautela de llegar prudentemente tarde. Te busqué y no estabas, pensé.Te habías ido ya, pensé. Quizás aquel rostro que recordaba como tuyo era el producto de largas idealizaciones. Quizás miraba hacia otro lado mientras explorabas mi rostro desconocido. No te culpo. Ni yo mismo me reconozco. Y de pronto ahí estabas. Me detuve. Me miraste. Dudaste. Dudaste por un momento. Ahí estábamos. Los dos. Como un reencuentro. Extendí mis dedos, pero no pude palpar tu rostro. Ahí estábamos, invisibles el uno al otro: indetectables. Entre nosotros alguna suerte de cristal. Había en ello mucho de complicidad. Sabíamos; siempre sabemos. Nos encontramos. Presentíamos nuestra presencia. No quisiste hallarme, yo no quise que me hallaras. Mi corazón palpitaba vigorosamente. El furor me dominaba. En cualquier momento te volverías, sonreirías y dirías ─Cuánto tiempo.─. Guardé esperanza. Aún parecías adivinar mi pensamiento entre la gente y me buscabas ahí donde no estaba. ─Será en cualquier momento─, pensé. Caminaste a las escaleras, y pensé ─Se va─. Quizás sería mi última oportunidad. Quizás, pero había que hacer honor al recuerdo. Había que olvidarnos solo para que nuestros mutuos recuerdos atormentaran nuestras memorias. Así lo planeé. Dejé que te fueras. No te volvería a ver jamás, tal como la última vez. Te alejaste y entonces revivió en mi la vena de lo idiota. Aquello que tú y yo sabemos compartimos desganadamente con el resto de los seres humanos. En nosotros es diferente. Así tiene que ser. Caminabas pausadamente, como si quisieras que te siguiera. Caminabas. Esperé a que tu cabeza desapareciera para estallar en carcajadas. En lugar de eso, corrí. Mis piernas corrieron. Grité tu nombre y grité ─Aquí estoy. Soy yo.─. Corrí. Bastarían unas cuantas palabras. El tiempo nos excusaría y todo transcurriría bien. Sonreirías, y nos pondríamos al tanto de esas nimiedades que los demás llaman vida. Corrí. Y no estabas. Te miré, y por última vez, me miraste.