sábado, 24 de septiembre de 2011

No me gusta decirte "te quiero". No porque sea mentira: es lo más cierto que conozco y que he conocido. Tampoco porque no quiera, pues me resulta tremendamente necesario decírtelo. El asunto es otro. Lo digo y me siento culpable; siento que juego sucio, que te hago trampa, que te tiendo un cebo para que me quieras, para que te sientas obligado a corresponder en algún recóndito lugar de tu ser mis sentimientos tras éstas breves palabras, y, con suerte, tras repetirlo mucho, tú mismo acabes por creerlo. No me gusta porque presiento que soy un inútil en ésto del amor, y solo de ése modo podrías saberlo, y el que lo sepas es una razón más para que aún no te hayas hartado de mi. Yo te quiero, pero al decírtelo siento que te privo de alguna agradable incertidumbre, y de tu legítimo derecho de odiarme y abandonarme. Luego siento vergüenza de mi mismo y de mis palabras y de las cosas que pienso. Me siento terriblemente autocondescendiente y pienso que tú podrías tener tus propias razones que yo jamás comprendería, o quizás ni siquiera necesites razones, no sé... Me siento terriblemente narcisista por pensar que lo que yo diga pueda interesarte en lo más mínimo, o cambie tan solo un poco lo que piensas. Ahora estoy aún más avergonzado: ¡Convertir mis sinceras divagaciones en literatura barata!
No sé a quién juego que soy. Hago un recuento de mi vida y me doy cuenta de que mis recuerdos no son míos. Escribo, pero no me reconozco en ninguno de esas palabras. Creí que escribiendo emprendía un viaje para encontrarme a mi mismo, pero ahora noto con desilusión que mientras más me esfuerzo, más me alejo. Es de madrugada, e inevitablemente me entran unas ganas de tremendas de no ser yo. 
No sé que tan justificable sea, pero espero que cualquier persona que tenga algún mínimo conocimiento amateur de antropología comprenda el por qué no tengo ganas de nada. Todo me entristece, todo me enoja. Me la paso suspirando. ─Un poco como hace mi madre─ Cuando suena el teléfono, cuando tocan el timbre, cuando es la hora de la comida y no tengo hambre y sobre todo al levantarme de la silla. Me cuesta trabajo. Soy joven, y mi abuela tiene razón al decir que debería tener todo el ímpetu propio de mi edad, que debería poder cargar fácilmente un costal de zanahorias. La verdad, sin embargo, es otra. Hasta levantarme de la cama por las mañanas supone un esfuerzo desagradable para mi. Otra cosa sería si hubiera alguna buena razón para tal suplicio, pero no: no la hay. Admiro casi con ternura a aquellos que defienden las cosas de su vida como si su vida fuera de verdad suya; como si en ello se jugaran la vida; a aquellos que se esfuerzan en llevar su vida por el camino apropiado, para que al final no importe nada de lo malo que les haya sucedido. Mi historia es otra.
Hay que mirar con terror, voltear al cielo, perder todo, abandonarlo todo. El aire nos levantará como al polvo. El cuerpo famélico perecerá en la tierra y en la memoria. Puedes entonces pensar que el mañana jamás llegará, apagar la luz de tus ojos, arrastrarte con resignación y morir en la cueva. ¡El tiempo se pierde! Los días, las palabras, ¡se olvidan! Se olvidan la sed, el hambre, el deseo. La facultad más grande que puede mostrarse en ese momento es la paciencia. Yo tengo el suficiente estoicismo para contemplar mi propio ocaso.