sábado, 24 de septiembre de 2011

No sé que tan justificable sea, pero espero que cualquier persona que tenga algún mínimo conocimiento amateur de antropología comprenda el por qué no tengo ganas de nada. Todo me entristece, todo me enoja. Me la paso suspirando. ─Un poco como hace mi madre─ Cuando suena el teléfono, cuando tocan el timbre, cuando es la hora de la comida y no tengo hambre y sobre todo al levantarme de la silla. Me cuesta trabajo. Soy joven, y mi abuela tiene razón al decir que debería tener todo el ímpetu propio de mi edad, que debería poder cargar fácilmente un costal de zanahorias. La verdad, sin embargo, es otra. Hasta levantarme de la cama por las mañanas supone un esfuerzo desagradable para mi. Otra cosa sería si hubiera alguna buena razón para tal suplicio, pero no: no la hay. Admiro casi con ternura a aquellos que defienden las cosas de su vida como si su vida fuera de verdad suya; como si en ello se jugaran la vida; a aquellos que se esfuerzan en llevar su vida por el camino apropiado, para que al final no importe nada de lo malo que les haya sucedido. Mi historia es otra.

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