domingo, 1 de mayo de 2011

Oda

A las 3 de la tarde uno debería sentarse donde quiera que uno esté y observar callado cómo pasa la tarde. El asunto funciona mejor si uno está en la Rue de Vigny, o en el Boulevard des Courcelles. No hay nada mejor que notar la vaguedad del pensamiento; lo increíble y lo banal que al mismo tiempo todo parece. Nada causa mayor placer que tener la mirada perdida, el pensamiento vacío y el cuerpo en su posición más natural; aquella que éste asume por el mismo hecho de ser cuerpo. Alguien dice una u otra palabra, tú escuchas, y cada palabra evoca en tu mente un paisaje distante, una historia ajena a tus manos que a ratos protagonizas y al otro olvidas. Pasan junto a ti figuras sin rostro, sin nombre; oscuras, difusas; se pronto fijas tu mirada en alguna e imaginas, prefieres pensar que ambos son víctimas de un absurdo encuentro cortazariano; reconoces su rostro, su andar su hipotética voz. Intentas quitarte un sombrero que no tienes puesto; respiras el humo del cigarrillo que la mujer leyendo junto a ti está fumando. Lentamente, exponencialmente luego, subes de nuevo a la superficie. Tras una fracción de segundo, súbitamente, tus oídos recobran la percepción de todas las voces; las cercanas y las apagadas; los alientos silenciosos, confusos, suspiros nocturnos a plena luz del día. El bullicio de pronto se agolpa en tus oídos, la multitud se agolpa en tus ojos y, de pronto, ya no estás sólo. De aquí de nuevo el mundo. Tan real y extraño para el alma.

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