Por un momento digamos
que lo inmemorial ha despertado.
Que los dioses de tu cuerpo
devuelven al mundo
el fuego perdido.
Digamos que he muerto
y en el río sagrado de tu boca
tranquila mi alma abreva.
Se me antoja que entonces
todos los días serán viernes santo
y cantaremos tu nombre,
y en tu nombre cantaremos
himnos y alabanzas.
Y entonces,
¡Qué lúcida clarividencia!
¡Qué languidez tan etérea!
La otredad divina
manará de tus ojos
y entonces encontraremos
el paraíso perdido.
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