sábado, 19 de marzo de 2011

Teogonía

Cierro los ojos.
El mundo, entonces,
renace ante mi mirada.

Con una mano haces al Sol salir.
Mueves la otra, y huye la Luna.
Tocas mis párpados
y en mis ojos pones el firmamento.

Sonríes,
con ese gesto infinito
de saberlo todo.

─¿Sabes qué es la esperanza?─

Luego miras perdido al horizonte.
(Hemos de hallarnos allí,
donde la vista no alcanza.)

─Y nada habrá ya por hacer─

Un furor extraño
invade tus pupilas
y son entonces lluvia,
árbol, pregunta.
Sea tu cuerpo mi santuario
y mi sepulcro;
la piedra de mi fe
y el estertor de mi agonía.

¡Sea la noche
nuestra sed febril!,
¡Agua clara y transparente
que en la zozobra del tiempo perece.

Tú sonríes afable
y el mundo, entonces, calla.
Cruzas los brazos y nada dices.

¿Está todo perdido?
¿Aún hay algo que hacer?

De pronto, ¡el milagro!
Tomas mi mano
y la transfiguración ocurre:
Muerte, sol,
flor mística.

Entonces eres como un ave;
insondable, vuelas en todas las cosas;
Posas el vuelo y desapareces.

¡Siempre vuelas!,
¡Siempre vuelves!
En el cántico vaticinante
del follaje,
en el flotante resplandor
que lo atraviesa,
en un haz de polvo, invisible a instantes.

Del fuego nacimos.
En el agua fría
de tus ojos abiertos.
En el hálito gris de tu boca...
Tu boca silente, 
esperando a ser
encontrada....

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