Cierro los ojos.
El mundo, entonces,
renace ante mi mirada.
Con una mano haces al Sol salir.
Mueves la otra, y huye la Luna.
Tocas mis párpados
y en mis ojos pones el firmamento.
Sonríes,
con ese gesto infinito
de saberlo todo.
─¿Sabes qué es la esperanza?─
Luego miras perdido al horizonte.
(Hemos de hallarnos allí,
donde la vista no alcanza.)
─Y nada habrá ya por hacer─
Un furor extraño
invade tus pupilas
y son entonces lluvia,
árbol, pregunta.
Sea tu cuerpo mi santuario
y mi sepulcro;
la piedra de mi fe
y el estertor de mi agonía.
¡Sea la noche
nuestra sed febril!,
¡Agua clara y transparente
que en la zozobra del tiempo perece.
Tú sonríes afable
y el mundo, entonces, calla.
Cruzas los brazos y nada dices.
¿Está todo perdido?
¿Aún hay algo que hacer?
De pronto, ¡el milagro!
Tomas mi mano
y la transfiguración ocurre:
Muerte, sol,
flor mística.
Entonces eres como un ave;
insondable, vuelas en todas las cosas;
Posas el vuelo y desapareces.
¡Siempre vuelas!,
¡Siempre vuelves!
En el cántico vaticinante
del follaje,
en el flotante resplandor
que lo atraviesa,
en un haz de polvo, invisible a instantes.
Del fuego nacimos.
En el agua fría
de tus ojos abiertos.
En el hálito gris de tu boca...
Tu boca silente,
esperando a ser
encontrada....
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