domingo, 27 de marzo de 2011

Viernes por la tarde

Sobre nosotros de cierne un fulgor a la vez áureo y pálido, como si el sol desapareciendo tras de la cortina, tras la ventana ─y aún más allá─, tras las contundentes siluetas de los edificios (Los edificios existen por sí mismos, pero sus respectivas siluetas existen solamente para ser contempladas por las tardes) se hubiera transformado en una delicada niebla que poseyera nuestros ojos y nuestros cuerpos, e invadiera gradualmente el espacio entre nosotros. El cielo se vuelve de un azul grisáceo, casi tangible; denso. Lentamente tu habitación se va oscureciendo, pero no llega a la penumbra ─Miro tu rostro apenas iluminado─, sino que queda agradablemente suspendida entre la luz y la sombra. Flota entre nosotros ese débil resplandor, opaco, palideciendo siempre un poco más, mas nunca definitivamente. Se entrelazan mis brazos con tu cuerpo, como nuestros alientos exhaustos se funden con el aire en un sordo rumor. La puerta cerrada es nuestro cómplice. Somos los únicos espectadores del cielo, de los árboles, de las aves que no cantan; de la latente oscuridad que se cierne indecisa, del silencio; de nuestro silencio. A las seis de la tarde hasta tu cama y tus ropas nocturnas son completamente poéticas; tu habitación pequeña,como un escondite es el camino a ninguna parte (Ninguna parte es un lugar bastante real. Hemos estado ahí los últimos 30 minutos, desde que tu madre se fue de aquí), por donde huimos de nada, del tiempo, de lo insoportable que es ser todo el tiempo nosotros mismos, de la absurda certeza de que tú y yo somos individuos distintos. Da lo mismo cuáles fueran tus intenciones, pues de cualquier modo todo sucedió justo como jamás podré imaginarlo, y como nunca esperé. Da lo mismo, porque al reposo sigue el reposo, o la huida, y al éxtasis sigue también el reposo, o la huida; y terminamos como comenzamos y como algún día terminaremos definitivamente: la mirada perdida, o tal vez acompañando al pensamiento ─éste sí perdido─en Dios sabe qué devaneos con nuestras esperanzas, anhelos y consolaciones, y con múltiples consideraciones acerca de la Verdadera implicación de hacerlo un viernes por la tarde. No quiero mirarte, porque te abrazo, o me abrazas; no lo sé muy bien: me cuesta trabajo distinguir dónde acaban mis dedos y dónde comienza tu vientre. Me dan ganas de consolarte, como si hubieras perdido todo, pero luego veo tu rostro tranquilo y tu cuerpo infinitamente calmo, repleto de mar y de arena y de viento; escucho tus exhalaciones como al rumor del oleaje y parece que me balancean suavemente con su arrítmico pero cadencioso vaivén. Ahora pienso que hace unos instantes todo tu cuerpo era una ola, ése lento vaivén marino, y te convertiste en el mar, en el lecho de todos los ríos. Pienso que me equivoco cuando digo que no hay cosa alguna que pudiera hacer ininterrumpidamente por toda la eternidad. Ahora sé que hay dos: la muerte. La gran muerte y ésta: la petit mort. Por fortuna ambas pueden experimentarse con la relativa prerrogativa de escoger la hora y el lugar. Digo relativa, porque tengo una misteriosa habilidad para perderme y llegar siempre tarde. Aunque en éstos casos es una muestra indudable de caballerosidad y gentiliza el llegar un poco tarde, siempre y cuando el beneplácito ajeno esté debidamente asentado en un egoísmo lo suficientemente hedonista. Mi padre me espera, pero no me importa. Soñaré contigo hoy, y mañana, hasta que recuerde cada rincón de tu cuerpo tal como ahora lo contemplo. <> Hemos de volver a tierra firme, el lugar de las grandes verdades. De alguna manera despierto y seguimos aquí; todo parece real aún. Me doy cuenta, sin saberlo, de que por fin nos hemos sumido en la oscuridad. Adivino tu cuerpo en las sombras y aún te tengo; aún me tienes. Busco a tientas tu pecho y siento tu respiración sobre mi antebrazo. Las manecillas de mi reloj me devuelven lentamente a la realidad por segunda vez. miro la hora. Es hora de volver. Debo tomar el autobús.

Salimos por la puerta y todo está en penumbra, como si allí dentro hubiésemos resultado inmunes al paso del tiempo. La televisión aún está encendida ─también inerme─. Bajamos las escaleras. Tú detrás de mi. Siempre he estado profundamente convencido de que es de muy mala educación abrir o cerrar una puerta ajena, aún cuando ésta dé a la calle, así que que dejo que bajes las escaleras para que abras ésta puerta, y yo salgo primero. Caminamos sumidos en los más parecido que conozco a la inconsciencia animal ─la que según Pessoa debemos vencer─. Pienso en ti, aunque estás a lado mío. Tengo la sensación de tener tu boca en mi cuello. Cruzamos no sé cuántas calle y esperamos en cierta esquina ─mucho tiempo he querido esperar de noche contigo en alguna esquina─. Por fin se acerca el autobús; te doy el último beso de hoy y subo por la escalerilla. Pago distraídamente al conductor con algunas monedas mientras te veo caminando de regreso. Busco un asiento, y cuando vuelvo a buscarte a lo lejos, te has ido. Suspiro con resignación y trato de imaginar cómo y cuándo será la próxima vez.

No hay comentarios: