Me cautiva tu alma,
a través de tus ojos,
como dos piedras frías.
Como el albor pluvial
de un día por enero
en casa, mientras
importan solo las gotas
que caen afuera
y las que caen aquí dentro
desde mis ojos a tu indiferencia.
Me cautiva tu alma
de tez lupina
y de tristeza en plenilunio;
azotando la eternidad
de tierra mojada
y lábiles sueños
que corretean desnudos,
incónitos y subrepticios
tras una victoria ensangrentada.
Ensangrentada y olvidada.
Tus ojos en cambio
me hechizan.
Me sumergen y me ahogan
en un charco infinito
de miel hirviente
y agonizante.
Ónix omnipotente.
Claridad infinita
de fénix ecléctico.
Eco sonora de luz indecisa.
Celeste atardecer otoñal
flotando sobre hojas doradas.
Re bemol celadón.
Géminis hedonista.
Caminante transparente
miesntras el cielo exista.
En voz de un poeta: te vas
y no te detienes.
Ni la brisa,
ni la espuma.
Ni aquella tarde luminosa.
Te amo pese a tu histeria
y tus monomanías.
Pese a ser la luz de todos mis días:
de mis martes
desde la ventana
y los viernes
en las sillas;
a veces sábados
coincidentes
y domingos de ocio,
jueves obligados
y miércoles ausentes
¿O eran lunes?
Te amo porque te recuerdo
en el hñalito pálido
de sauce sollozante,
en el cartón decorado
de un encuentro semiformal,
en un haz de polvo
invisible a instantes,
en una lágrima:
redonda y perfecta,
ávida de melancolía
y pletórica de historias,
de chismes urbanos
y lamentos vanos.
Te amo no por ser quien eres,
sino por ser quien quieres.
Por huir ─conejo inteligente─
del tirano león frustrado y ciego.
Por saber desde tu vanidad
cuán superior pareces.
Por caer inerme en la trampa
de mis elogios.
Por ceder iracundo
a las garras de la pasión.
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