martes, 7 de julio de 2009

La verdad es que la vida es fácil, sólo basta vivirla con alegría y convicción. Es la gente pesimista (yo incluido) quienes se empeñan en complicarla hasta el absurdo. Bien podría solucionarse todo con una sonrisa, una disculpa o en su defecto una mentada de madre.

La certidumbre no es otra cosa que miedo envuelto en seguridad; miedo de creer de nuevo, de volver a empezar, de olvidar y perdonar.
Todo ésto viene al caso por que estoy en inminente peligro de mudarme a Guadalajara. Yo no quiero; tengo mucho miedo de comenzar una nueva vida (indudablemente mejor) aquí. Me aterra alejarme de todas las personas que amo y que le han dado significado a mi vida de alguna manera (Dalay, Sir Stanford, Pollo, Fiona, Lizzie, Gavi, Jack, Yaqui y los Zanella). Me siento totalmente indefenso ante la posibilidad de alejarme del tianguis de Los Ángeles, del Mirón lascivo de la esquina, del chismoso de Don Nico, de la malencarada de la tienda de Xicotencatl, del chavo guapo del Pull & Bear, del hedor sofocante de la grasa hirviente de los tacos de a peso, de la incipiente fealdad urbana de Iztapalapa, de los elocuentes vendedores de La Merced, de los plomeros de la Catedral, de los hoteles de Tlalpan, de la señora de los perros en Puente Titla, de los Hiippies de Coyoacán, las boutiques de Polanco, las eternas filas como bancarias en Six Flags, el Danzite, el Stuffa, los peseros, el metro, los vendedores del metro, los taxistas -etnólogos amateúrs- y la multitud de limpiaparabrisas (acá también hay, pero son menos simpáticos).
No sé si sólo el miedo me detiene, o también el cielo gris que cubre nuestras chilangas cabezas.

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