Esa era la pregunta. Sabía siempre lo que pasaría. De pronto me veía una vez más con nada más que mis lágrimas entre las manos. Esperar; eso quedaba. Esperar.
Siempre dije: seré feliz; y lo intentaba. Dejé a un lado el orgullo, la dignidad y me entregué por completo al destino, al azar completo que ofrece la ignorancia propia y la demónica sapiencia ajena. Poco a poco me convertí. Odié todo, a todos; por el simple hecho de ser todo como era. Sabía siempre lo que pasaría.
Ahora todo es distinto.
¿No mejor acaso que estar enfermo de odio y rencor, el estar enfermo de amor?